domingo, 3 de febrero de 2013



Había un rey que tenía doce hermosas hijas. Dormían todas en doce camas en una habitación y cuando se acostaban, las puertas eran cerradas con candado. 

Aún así, cada mañana sus zapatillas aparecían bastante gastadas como si se hubieran usado para bailar toda la noche. Nadie podía descubrir como pasó o donde habían estado las princesas.

Así que el rey hizo saber a todo el reino que si alguien conseguía descubrir el secreto y averiguar donde habían estado las princesas bailando por la noche, podría elegir a la que más le gustara como su esposa, y sería rey después de su muerte.


Pero cualquiera que lo intentara sin éxito, después de tres días y noches, sería condenado a muerte.

Al poco tiempo llegó el hijo de un rey. Fue bien recibido, y por la noche fue llevado a la habitación contigua a la que las princesas estaban acostadas en sus doce camas. 


Allí estaba para sentarse y observar donde iban a bailar, y para que nada ocurriera sin que él lo escuchara, dejó la puerta de su habitación entreabierta.

Pero el hijo del rey pronto se durmió; y cuando se despertó por la mañana encontró que las princesas habían estado todas bailando, ya que las suelas de sus zapatos estaban llenas de agujeros.

Lo mismo ocurrió la segunda y a tercera noche por lo que el rey ordenó que le cortaran la cabeza.

Después de él, llegaron unos cuantos más, pero todos corrieron la misma suerte y perdieron la vida de la misma manera.

Ocurrió que cierto joven soldado, enamorado de la menor de las princesas, pasó por el lugar y pensó ofrecerse. Estaba en el bosque, meditando, cuando vio llegar a una ancianita. Iba cargada con un haz de leña y parecía tan fatigadp y débil que el muchacho se apiadó.

- Sentaos un rato, buena mujer, y tomad mi merienda.


- Eres muy bondadoso, soldado, y te veo preocupado -dijo ella.

- Su majestad desea que averigüe el misterio que rodea a los zapatitos de las princesas, pero si no triunfo, perderé la vida -dijo el soldado.

- Puede que las princesitas sean muy destrozonas. Y ahora, soldado, gracias por tu merienda y hasta la vista.

El soldado se ofreció para llevar su carga. Viéndole tan compasivo, la viejecita le dijo agradecida:

- Quiero ayudarte y voy a decirte qué debes hacer.

El soldado se maravilló. ¿Habría tropezado con un hada buena, en las que hasta entonces no había creído?

- ¡Me gustaría tanto triunfar y poder casarme con Lucinda, que es la princesa más deliciosa que se puede soñar!

- Bueno, -dijo la anciana- ten cuidado de no beber nada del vino que una de las princesas te llevará por la noche; y tan pronto como te deje, finge que te has dormido rápido.

Después le dio una capa y dijo: ‘En cuanto te la pongas encima te harás invisible y así serás capaz de seguir a las princesas donde quiera que vayan.’

Cuando el soldado oyó este buen consejo, decidió probar suerte, así que fue al rey y le dijo que estaba dispuesto a ocuparse de la tarea.

Fue igualmente bien recibido como lo habían sido los anteriores y el rey ordenó que le entregaran finas ropas reales; y cuando se hizo de noche fue conducido a la habitación exterior.

Justo cuando estaba a punto de acostarse, la mayor de las princesas le trajo una copa de vino, pero el soldado desconfió de la amabilidad de la princesa.

- ¿Qué tendrá este vino? -pensó, y se llevó la copa a los labios fingiendo beber. En un descuido de ella, arrojó el vino a un jarrón. 


 Después se acostó él mismo en su cama, y en un ratito empezó a roncar muy fuerte como si se hubiera dormido rápido.

Cuando las princesas le oyeron se rieron a carcajadas; y la mayor dijo:

- ¡Este chico debería haber hecho algo más sabio que perder su vida de esta manera! ¡Vamos hermanas, he engañado al soldado, que no despertará hasta el amanecer!

Se levantaron todas y abrieron sus cajones y cajas, y sacaron sus mejores ropas, y se vistieron frente al espejo, y saltaron ansiosas por empezar a bailar.

Pero la más joven dijo:

- No sé por qué, pero mientras vosotras estáis tan contentas yo me siento muy inquieta; estoy segura de que alguna desgracia nos va a acontecer.


- ¡Qué inocente! -dijo la mayor. - Siempre tienes miedo, ¿has olvidado cuántos príncipes nos han vigilado ya en vano? Y este soldado, incluso si no le hubiera dado el brebaje para dormirse, se habría dormido lo bastante profundo.

Cuando estaban todas preparadas, fueron a ver al soldado; pero seguía roncando, y ni una mano ni pie movía; así que pensaron que estaban a salvo.


Después la mayor subió a su cama y aplaudió, y la cama se hundió en el suelo y una trampilla se abrió de golpe. 

El soldado las vio bajarse por la trampilla una detrás de otra, la mayor liderando el camino; y pensando que no tenía tiempo que perder, se levantó de un salto, se puso la capa que le había dado la anciana y las siguió.

Sin embargo, en medio de las escaleras, pisó el vestido de la princesa más joven, y ésta les gritó a sus hermanas:


- Algo no va bien; alguien me ha agarrado del vestido.

-¡Criatura ! -dijo la mayor. - ¡Sólo es un clavo de la pared!

Bajaron todas y en el fondo se encontraron en una arboleda de lo más encantadora; y las hojas eran todas de plata, y brillaban y relucían hermosamente.


 El soldado deseó llevarse alguna prueba del lugar; así que partió una pequeña rama, la cual hizo un fuerte ruido.

Entonces la hija más joven dijo otra vez:


- Estoy segura de que algo no va bien. ¿No habéis oído ese ruido? Eso nunca había ocurrido antes.

Pero la mayor dijo: - Es sólo nuestros príncipes que están alegres de que estemos en camino.

Llegaron a otra arboleda, donde todas las hojas eran de oro; y después a una tercera, donde todas las hojas eran diamantes brillantes.


 Y el soldado rompió una rama de cada una; y cada vez se oía un fuerte ruido, lo que hacía a la hermana pequeña temblar de miedo. 

Pero la mayor volvía a decir que sólo eran los príncipes, que estaban gritando de alegría.

Siguieron hasta que llegaron a un gran lago; y en la orilla del lago había doce pequeñas barcas con doce apuestos príncipes que parecían estar allí esperando a las princesas. 


Cada una de las princesas se subió a una barca, y el soldado se metió en la misma que la pequeña.

Mientras remaban por el lago, el príncipe que estaba en la barca con la princesa pequeña y el soldado, dijo:

- No sé por qué, pero pese a que estoy remando con todas mis fuerzas no avanzamos tan rápido como de costumbre, y estoy bastante cansado; el barco parece muy pesado hoy.


- Es sólo el caluroso tiempo. -dijo la princesa. - Yo también tengo mucho calor.

Del otro lado del lago se levantaba un magnífico castillo iluminado del cual provenía una alegre música de cuernos y trompetas. 


Todos desembarcaron allí, y entraron al castillo y cada príncipe bailó con su princesa y el soldado que aún era invisible, bailó con ellos también.

Bailaron hasta casi el amanecer, y entonces todas sus zapatillas estaban gastadas, por lo que estuvieron forzadas a irse. 


Los príncipes remaron de vuelta otra vez por el lago (pero esta vez el soldado se situó en la barca con la princesa mayor); y en la orilla opuesta se despidieron unos de otros, prometiendo las princesas volver otra vez la siguiente noche.

Cuando llegaron a las escaleras, el soldado adelantó a las princesas y se acostó. 


Y cuando las doce hermanas cansadas subieron despacio, le oyeron roncando en su cama y dijeron ‘Estamos a salvo’. 

Después se desvistieron, se quitaron sus elegantes trajes y las zapatillas y se fueron a la cama.

Por la mañana el soldado no dijo nada de lo ocurrido, pero estaba determinado a ver más de esta extraña aventura, y fue otra vez la segunda y la tercera noche. 


Todo ocurrió igual que antes: las princesas bailaban hasta que sus zapatillas se gastaban y quedaban hechas pedazos y después se volvían a casa.

Tan pronto como llegó el momento en que debía revelar el secreto, fue llevado ante el rey con las tres ramas, y las doce princesas se quedaron escuchando detrás de la puerta para oír lo que él iba a decir.

- ¿Has descubierto por qué las princesas me están arruinando día a día a fuerza de comprar zapatitos? -El rey le preguntó.


- Sí, majestad. A las princesas les gusta bailar con doce príncipes en un castillo subterráneo. Bailan desde que sale la luna hasta que aparece el sol. 

Entonces le contó al rey todo lo que había sucedido y le mostró las tres ramas que se había traído.

El rey llamó a las princesas y les preguntó si lo que había dicho el soldado era verdad y cuando vieron que habían sido descubiertas, y que no valía la pena negar lo que había ocurrido lo confesaron todo.

El rey tuvo que conformarse con las aficiones de sus hijas, y Lucinda se casó con el soldado. Para celebrarlo sus hermanas bailaron aún más y hasta el rey se contagió y también se puso a bailar.




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